Relatos con alma | DE AMARGURA Y DELIRIO. MI DESPEDIDA.
El relato de hoy es una de esas historias cortas que te atrapan en su interior sin saber muy bien cómo ni porqué. Su autora esgrime las palabras con destreza y nos introduce de lleno en su mundo, al que gustosos viajamos sin hacernos preguntas.
Ana es, además de una diestra escritora, una prolífica creadora de contenido. Se presenta con sus propias palabras en las siguientes líneas:
"Mi nombre es Ana (Barcelona, 1997), soy guionista de profesión y novelista de corazón. Llevo escribiendo historias desde los 9 años y rodeada de ellas desde que tengo memoria. Estudié Comunicación Audiovisual, así que también estoy metida en el mundo del cine. Ahora mismo compagino escritura, contabilidad, creación de contenido y existencia."
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DE AMARGURA Y DELIRIO. MI DESPEDIDA.
Jamás pensé en este día. Sabía que llegaría, cómo no, pero nunca imaginé que vendría
acompañado de este pesar. Y dado que eso es lo único que siento ahora mismo, no puedo
hacer otra cosa que abandonar la que ha sido mi carrera y vocación. Los hechos, como ya
sabrán, me han sobrepasado.
Soy un hombrecillo reservado, cauto y cohibido, alguien que en sus cuarenta y cinco años
como periodista nunca ha hablado sobre sí mismo. Todas mis columnas, mis críticas, mis
análisis, cada palabra que nacía de esta vieja y quejosa máquina de escribir… Siempre
hablaron sobre Kert Bernard. Dios sabe que no ha existido artista como él. Tuve la enorme
suerte de ser su mayor crítico. Y su mejor amigo.
La primera vez que lo vi lo supe. El mundo no había visto un pintor igual. Fue en 1922, en
una gala benéfica para no sé qué acto en ayuda de no sé qué causa. Vestía un frac negro,
con una corbata blanca impecable, siguiendo el estilo de Fred Astaire. Recuerdo su cuello
plisado. En cualquier otro artista me habría resultado presuntuoso, pero Kert siempre fue un
joven magnífico y elegante.
Esa noche los invitados tuvieron el honor de pujar por una de sus, en mi opinión, mejores
obras de su primer periodo: Estilo XII, Paseo de caballeros. Siempre fue de mis preferidas y
a ciencia cierta sé, que también de las suyas. Por razones que desconozco, o en las que
intento no pensar, esa noche terminé alzando mi mano, vociferando una cantidad con la que
ni siquiera podía soñar. No obtuve la obra, claro, pero sí el interés de mi joven amigo Kert.
“¿Un crítico pujando? ¡Es el colmo!”.
Bien saben ustedes que nos hicimos inseparables. En cada exposición, viaje, gala o
aperitivo, ahí estaba yo dando parte de su obra. Nuestras mujeres entablaron una bonita
amistad y pasábamos tardes enteras jugando a la brisca, bebiendo o criticando aquella alta
sociedad que siempre nos pareció tan aburrida y superficial. Eran días maravillosos.
Pero, por desgracia, el tiempo me ha demostrado que los buenos momentos son los más
efímeros. Por mucho que me agarre desesperadamente a mis memorias, el presente
siempre me encuentra y termina golpeándome como un martillo helado y despiadado. En
invierno de 1956, Kert comenzó una personal e imparable espiral hacia un lugar donde ni yo
mismo podía seguirle: la locura. Al principio, eran detalles sutiles: despistes, fallos en su
memoria, olvidos sin importancia. Pequeños síntomas que dejaban entrever la progresiva
enfermedad, que cada día con más presencia, se apoderaba de mi amigo.
Más tarde llegaron los vértigos, las voces, las alucinaciones, los terrores nocturnos. Nada lo
ayudaba, apenas existían ya momentos de calma. El mayor artista que había visto la
sociedad en décadas, mi amigo, fue aprisionado por un vil veneno mental que fulminó su
juicio y persona. Alma, su pobre mujer, no tuvo otra opción que abandonar el que había sido
su hogar durante treinta años. No la juzgo, desde luego, pero creo que le faltó coraje. Alma,
si lees esto, por favor, perdóname.
Los últimos meses de Kert fueron en mi compañía. Yo era lo único que le quedaba en el
mundo, aunque creo que nunca fue del todo consciente. El otoño pasó lento, agónico. Y sin
embargo, justo al final de sus días, la cordura volvió a sus ojos. Fue una cruel y retorcida
lucidez, que le hizo consciente de en lo que se había convertido su vida, su carrera.
Siempre recordaré su mirada, llena de pena y amargura, y su voz clamando un último
deseo: “Antony, tráeme mis pinturas”. Así lo hice, por supuesto. Me siento ridículo al pensar
que salí de su casa esperanzado, yendo a por un par de pinceles que me mandó comprar a
la tienda más próxima. “Kert está mejorando, por fin”. Pobre iluso.
Jamás habría imaginado que a mi regreso encontraría la última exposición pictórica de Kert
Bernard. Se había puesto el frac sobre el batín sucio y maloliente. A su espalda, reposaba
su recién nacida creación, hija de la locura pues distaba mucho de su estilo personal, que
yo tan bien conocía. Un engrudo de colores pastel sobre el lienzo blanco y un anciano
artista explicando su obra a un público nuevo, que no le escuchaba. Las ratas
mordisqueaban sus roídas zapatillas mientras él les hablaba con cariño sobre su nueva
obra. En ese momento, me eché a llorar.
Dos días más tarde, la muerte le dio un compasivo beso a mi amigo y se lo llevó. Ahora,
finalmente, descansa en paz.
Cuatro periodicuchos vulgares, envenenados por la prensa infame que a día de hoy campa
a sus anchas por este país, afirmaron que se trataba de un brote esquizoide causado por su
mala vida y malas compañías. Mintieron diciendo que Kert visitaba antros y burdeles, que
claudicó ante el pecado y la sodomía. Desde mi pequeño apartamento os mando a todos al
infierno. Aunque muy en el fondo debería sentirme agradecido por vuestras carencias, que
tanta rabia me han hecho sentir y me han impulsado a escribir estas últimas palabras. Esta
es la verdad, la cruel realidad de los últimos años de Kert Bernard. No toleraré ni una sola
difamación más. Ha sido suficiente.
A todos mis lectores, esto es una despedida. Disculpen esta última, errática y deprimente,
columna. Puede que sea el cierre perfecto para una vida rebosante de errores. Colmada de
miedo. Enmohecida e insípida. Que Dios me perdone. No puedo más.
Kert, estés donde estés, te amaré siempre.